sábado, 2 de febrero de 2008

Reflexiones

PARA APRENDER A VER LO EVIDENTE

Jorge Meléndrez

Los seres humanos estamos acostumbrados a llamar “milagro” a todo aquello que nos parece extraordinario o increíble, y basamos nuestra fe en Dios y los santos hombres, en función de los milagros que de ellos se tienen registrados y actuamos frente a ellos, con toda veneración esperando nos concedan alguno, pues habría que aceptarlo, siempre estamos necesitados de consuelo espiritual por los problemas que padecemos. Sin embargo, a pesar de que todos los días somos testigos de milagros sustantivos, como por ejemplo el ver salir el sol o simplemente disfrutar del tener vida, nos resistimos a ver lo evidente.

Hay una pequeña historia que nos ejemplifica muy bien esta situación, de que nos resistimos a ver las evidencias que nos dejan los milagros cotidianos. La historia cuenta que “…tres personas iban caminando por una vereda de un bosque; uno era un hombre de gran sabiduría y con fama de hacer milagros, otro era un hombre rico del lugar pues era un terrateniente dueño de muchas tierras y, un poco atrás de ellos y escuchando la conversación, iba un joven alumno del hombre sabio.

Fue entonces cuando el hombre rico, dirigiéndose al sabio dijo: -- Me han dicho en el pueblo que eres una persona muy poderosa y que inclusive puedes hacer milagros. – No crea, solo soy un anciano cansado --¿Cómo cree usted que yo podría hacer milagros? respondió. -- Me han dicho que sanas a los enfermos, que haces ver a los ciegos y vuelves cuerdos a los locos, y esos milagros solo los puede hacer alguien muy poderoso. -- ¿Ah, se refiere a eso? Usted lo has dicho, esos milagros solo los puede hacer alguien muy poderoso, no un viejo como yo. – Mire, esos milagros los hace Dios, yo solo pido se conceda un favor para el enfermo, o para el ciego, y todo el que tenga la fe suficiente en Dios puede hacer lo mismo.

-- Yo quiero tener la misma fe para poder realizar los milagros que tú haces, muéstrame un milagro para poder creer en tu Dios. Ante la insistencia de aquel hombre, el sabio aceptó mostrarle tres milagros. Y así, con la mirada serena y sin hacer ningún movimiento le preguntó: -- ¿Esta mañana vio usted salir el sol?-- Sí, claro que sí.-- Pues ahí tiene un milagro, el milagro de la luz. -- No, respondió el hombre aquel, yo quiero ver un verdadero milagro. Oculta el sol o saca agua de una piedra. -- Mira, hay un conejo herido junto a la vereda, tócalo y sana sus heridas. –- Ah, dijo el sabio, ¿Quieres un verdadero milagro?, ¿No es verdad que tu esposa acaba de dar a luz hace algunos días? -- ¡Si! Fue varón y es mi primogénito. -- Ahí tienes el segundo milagro, el milagro de la vida. -- Tú no me entiendes, quiero ver un verdadero milagro. -- ¿Acaso no estamos en época de cosecha?, no hay trigo y sorgo donde hace unos meses solo había tierra? -- Sí, igual que todos los años. -- Pues ahí tienes el tercer milagro.

-- Creo que no me he explicado. Lo que yo quiero es… Sus palabras fueron cortadas por el sabio, quien convencido de la obstinación de aquel hombre y seguro de no poder hacerle comprender la maravilla que existe en todo aquello que le había mostrado señaló: -- Te has explicado bien, yo ya hice todo lo que podía hacer por ti. Si lo que encontraste no es lo que buscabas, lamento desilusionarte, yo he hecho todo lo que podía hacer. Dicho esto, el rico terrateniente se retiro muy desilusionado por no haber encontrado lo que buscaba. El Sabio y su alumno se quedaron parados en la vereda, y cuando el hombre aquel ya iba muy lejos como para ver lo que hacían, el sabio se dirigió a la orilla de la vereda, tomo al conejo, soplo sobre el y sus heridas quedaron curadas; el joven estaba algo desconcertado:

-- Maestro te he visto hacer milagros como este casi todos los días, ¿Por que te negaste a mostrarle uno al caballero?, ¿Por que lo haces ahora que no puede verlo? –- ¡Porque lo que él buscaba no era un milagro, sino un espectáculo! Contesto el sabio, añadiendo: -- Pudiste ver que le mostré tres verdaderos milagros y no pudo verlos. Por esta razón, recuerda siempre que para ser Rey primero hay que ser príncipe, y que para ser maestro primero hay que ser alumno, no puedes pedir grandes milagros si no has aprendido a valorar los pequeños milagros que se te muestran día a día”. (Fin de la historia)

El día que aprendamos a reconocer a Dios en todas las pequeñas cosas que ocurren en nuestra vida, ese día comprenderemos que no necesitamos más milagros que los que Dios nos da diariamente sin que se los hayamos pedido. Por ello, debemos aprender a ver siempre lo evidente en todas las cosas cotidianas. JM Desde la Universidad de San Miguel.

Udesmrector@gmail.com

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